La celebración que se viene haciendo en la fecha del 8 de marzo
significa una toma de conciencia sobre un problema social, una
enorme injusticia que se viene perpetrando desde tiempo inmemorial
y que aún está muy lejos de resolverse: la marginación femenina, la
postergación de la mitad de la humanidad.
Esa toma de conciencia se refleja, junto a la que se va realizando
sobre otros problemas sociales, en la Declaración Universal de
Derechos Humanos. Ese texto, que afirma que todos los miembros
de la familia humana tienen derechos iguales e inalienables, junto con
la libertad de palabra y de creencias, el respeto a la dignidad y el
valor de la persona humana, proclama también la igualdad de
derechos de hombres y mujeres.
En la medida en que se vaya progresando en la aplicación de los
valores que inspiran ese documento, se estará avanzando hacia la
realización de lo que Jesús de Nazaret llamaba el Reino de Dios y
su justicia. Sabemos que en ese camino queda aún mucho trecho
por recorrer, es lo que viene a recordarnos la celebración anual del 8
de marzo. Cuando la mencionada Declaración postula que todos los
seres humanos deben comportarse fraternalmente los unos con los
otros, no hace otra cosa que parafrasear al Maestro de Nazaret que
pedía que cada persona tratese a las demás como quisiera que la
tratasen a ella. En este sentido, puede decirse que la proclamación
de esa Declaración en 1948 es un avance del mensaje del Evangelio
en el mundo, un fruto de lo que suele llamarse la civilización cristiana.
Es lamentable que sean precisamente las religiones el ámbito donde
están más arraigadas las tradiciones de sometimiento de la mujer al
varón. Sorprende que nuestra propia Iglesia, que se considera